Maldito mercado

Muchos escritores y escritoras tienen con el mercado una relación de amor/odio paradigmática. En especial los españoles y latinoamericanos, que -aunque dediquen horas, días, y viajes agotadores para promoverse-, suelen decir que el mercado no les importa.

Es verdad, la calidad literaria es algo independiente del mercado. No es la venta lo que consagra o no la buena literatura, pero lo que un autor gana con su trabajo de escritor, está directamente relacionado con la cantidad de ejemplares vendidos. Si el mercado lo entendemos como el lugar donde se encuentran la oferta y la demanda de productos y servicios y se determinan los precios, cualquier libro publicado, lo quiera o no su autor, está en el mercado y no escapa a las reglas de este.

Escribir es el trabajo de un escritor, su profesión, su oficio, su vocación, y es elemental que cualquier trabajador desee y tenga derecho a vivir del producto de su trabajo. Los escritores también.

Quizás eso quiere decir la crítica y ensayista Beatriz Sarlo: “la consagración del mercado es fundamental, hoy si un escritor vende mucho, es considerado un escritor o escritora consagrada” (entrevista de Hinde Pomeraniec, en Infobae, 11 agosto 2019).

Muchos de los escritores que consideramos clásicos, algunos con grandes ventas, tuvieron en su momento serios problemas con el mercado, aunque entonces no se lo llamara así.

Tuvieron problemas cuando las editoriales les rechazaban sus manuscritos, o cuando la venta de los primeros libros era ínfima: Proust, Joyce, Faulkner, Grisham, Nabokov, Rowling, Stephen King, Borges, Rulfo, Onetti, Cortázar, García Márquez y muchísimos más.

A Georges Orwell un editor le escribió: “Es imposible vender historias de animales en Estados Unidos”. Animal farm (Rebelión en la granja) fue el libro más vendido en el siglo veinte.

Agatha Christie llevaba escrita su cuarta novela, cuando al fin pudo conseguir un editor. Hoy lleva vendidos cuatro mil millones de ejemplares de sus libros, y se la considera un clásico de la novela de detectives. Stieg Larsson, el sueco que fue best seller mundial hace pocos años, murió sin haber visto su obra publicada, igual que Lampedusa, el autor de El Gatopardo.

El primer libro de Borges vendió 300 ejemplares, el de Cortázar 400, el de Sigmund Freud 280. Hoy, con esa venta, ninguna editorial aceptaría seguir publicando el libro siguiente. Onetti, Benedetti y García Márquez, los tres tuvieron que pagar para que les publiquen sus primeros libros.

Esos libros, no aceptados por el mercado, pero consagrados muchos años después, se convirtieron en clásicos de alta venta cuando sus autores ya no estaban para beneficiarse del éxito, habiendo pasado, la mayoría de ellos, una vida llena de restricciones. Finalmente llegó el reconocimiento, muy bien, pero para ellos fue bastante poco útil.

El dilema entre literatura y mercado se plantea constantemente, y es una cuestión delicada. Muchos escritores quieren escribir sin pensar en el mercado, sus libros suelen recibir, en la mayoría de los casos, un conjunto de buenas críticas (más probablemente muchos likes en Redes Sociales), pero una venta baja, lo que les impide vivir de su trabajo, profesionalizarse. Como hoy los libros desaparecen de las librerías a gran velocidad, ni siquiera tienen el tiempo mínimo necesario para que se pueda saber sus posibilidades.

Por otro lado, los escritores exitosos en ventas, suelen no preocuparse demasiado por el mercado, hasta que se dan cuenta que, para mantener un número elevado de lectores, no pueden desviarse de ciertas pautas que le dieron el éxito. ¿es esto escuchar al mercado?

Los escritores que escriben con la intención de cumplir con las pautas del mercado, tampoco tienen el éxito asegurado. Escritores que tienen mucho éxito con su primera novela, les costará mucho mantenerlo en la siguiente.

“El best seller no es previsible”, dicen los maestros de la edición. Seis de los diez libros más vendidos según The New York Times, fueron best seller imprevistos.

Aunque todo escritor aspire a vender sus libros, no todos se proponen convertirse en best sellers, algunos saben que escriben para un número restringido de lectores. Estos escritores tienen que buscar unas editoriales que sean afines con estas posibilidades, que puedan funcionar vendiendo 1.500 ejemplares, y que consideran un éxito si llegan a 2.000. Son las editoriales en las que, si la primera obra de un autor vende 1.000, estarán encantados de seguir publicándolo. Encontrar la editorial adecuada para cada manuscrito, es determinante para el futuro de un escritor.

¿Existen de verdad esas pautas del mercado?

Sin duda existe un mercado, lo que no sabemos, es qué quiere o qué querrá leer. Todos los estudios de mercado, todos los análisis algorítmicos, trabajan sobre el pasado, sobre lo que sucedió, nadie puede anticipar lo que sucederá.

Por eso las grandes editoriales, que cuentan con muchos recursos, publican veinte o treinta libros cada mes, para ver cuál pega, e invertir solo en ese sus esfuerzos publicitarios. Un método bastante primitivo, el de la prueba y el error, una aplicación práctica de la selección natural.  Esta sobre publicación (hoy las librerías devuelven por invendido uno de cada dos libros recibidos del editor), genera un mecanismo perverso, que atenta contra la economía del editor, contra las posibilidades del autor, y que también afecta al lector, que por cada libro que compra, tiene que pagar el costo de dos. Sin embargo, pareciera que esta sobre producción no se puede cambiar. En el mundo de la edición era habitual escuchar que “la oferta genera demanda”. ¿Seguirá siendo válida esta aseveración?

 Nueve de cada diez libros publicados, desaparece de las librerías en un par de meses, y son descatalogados antes de cumplirse un año. En Francia (país lector), el 90% de los libros no llega nunca a una segunda edición (Bernard Lahire, La condition littéraire).

 Hay otras editoriales, de tamaño menor, que publican con criterios diferentes, que rescatan obras consideradas menores o desconocidas de grandes escritores, que encuentran buenas obras que nunca habían sido publicadas o traducidas, y que deciden publicar lo que creen que sus lectores querrán leer. A estas editoriales se las llama “independientes”, porque son independientes del mercado, al que le hacen nuevas propuestas, en lugar de ofrecerle lo que antes les gustó. Para poder hacerlo, para ser un editor o editora de este tipo, se requiere una sensibilidad especial, mucha lectura, y un notable sentido del negocio, que no se sabe cómo se adquiere ni cómo se trasmite. Es alguien que toma las decisiones sin comités editoriales ni comerciales que deban aprobar sus contrataciones. Esto solo es posible en pequeñas o medianas empresas, cuyo editor o editora suele ser el propietario, que toma todas las decisiones, y asume todos los riesgos.

Gustavo Guerrero, editor de literatura hispanoamericana en París, cuenta que cuando el señor Gallimard lo contrató, le dijo: “usted elija buenos libros, nuestros comerciales se ocuparán de venderlos”. Unos años después, el mismo señor Gallimard declaró a Le Monde “un tercio de nuestra venta proviene de Harry Potter”. Probablemente hoy, al contratar a un nuevo editor, le diría: “usted elija libros que se vendan, nosotros les daremos el prestigio”.

 Un editor o editora que acierta, construye con los años un catálogo de venta permanente. Cuando comienza a equivocarse, o las finanzas se le escapan de control, un gran grupo compra la editorial, para darse cuenta, en un par de años, que no puede mantener la línea editorial por la que la compró. Lo principal, la editora o el editor, no estaba incluido en la venta. Cuando lo está, como las decisiones ya dependen de comités editoriales, y la última palabra la suele tener el área comercial, ningún editor o editora independiente, que construyó un catálogo a lo largo de décadas de decisiones individuales, lo puede aceptar. Los grandes grupos necesitan años, y muchísimo dinero, para reposicionar la editorial comprada, la que, seguramente, no tendrá nada que ver con el catálogo por el que la compraron.

 La diferencia entre una editorial y cualquier otra fábrica de artículos de consumo, reside en que trabaja con un producto cultural, dirigido a un cliente que suele ser reflexivo y sofisticado en sus gustos, que es exigente con la calidad, al que llamamos el lector. Este solo está dispuesto a confiar a ciegas, con editoriales que, a lo largo de décadas, nunca lo defraudaron. La lealtad del lector es un valor sensible y volátil, se requiere décadas para conseguirla, pero se puede perder en menos de un año.

 El escritor también está inmerso en el mercado en cuanto a reconocimiento estrictamente económico, que depende solo de la cantidad de ejemplares vendidos. El precio de venta de un libro, y lo que el autor gana por cada uno, depende exclusivamente de las características industriales, que solo aporta el editor (número d páginas, calidad de papel). Es curioso que lo que más diferencia a un libro de otro, su contenido, no tiene peso en el precio de venta. Gana lo mismo quien escribió una novela en tres meses, que quien le dedicó diez años.

 Ricardo Piglia, buen lector de Walter Benjamin, dice en Formas Breves: “Vamos a recordar a Marx, en medir el tiempo de trabajo necesario en una obra de arte y por lo tanto la dificultad para definir su valor”.

 Vivimos una época donde el mercado manda, es difícil prescindir de él. Los escritores anglosajones, que no tienen conflictos con el mercado, ni con hablar del dinero que ganan, son quienes escriben el 80% de los best sellers mundiales.

En América Latina es diferente. Otra vez Piglia tiene una opinión interesante: “Me parece que hablamos en contra de un mercado que todavía no hemos construido. Deberíamos construir un espacio de circulación de la literatura que permitiera las reediciones, que hiciera lugar a textos que no están en la velocidad de la circulación” (Entrevista de Horacio Bilbao, entretantomagazine.com, 7 junio 2013)

La nueva economía

No escapan al mercado, más bien se sumergen en él, quienes autopublican su libro para venderlo en Amazon o en plataformas similares. Cada vez más empresas han logrado trastocar, con bastante éxito, la idea de quién paga por las cosas. En el mundo del libro, como en el de cualquier producto o servicio, es el lector, o el usuario, quien paga, otorgándole, en ese acto, un reconocimiento económico al autor.

Con la auto publicación, han logrado que ahora, quien paga en lugar de cobrar, es el autor. Algunas editoriales tradicionales navegan en un terreno peligroso, ofreciendo a los autores en los que no quieren invertir, que paguen la edición para buscarles lectores. Revierten los roles de quién paga. Se produce una modificación cuyas consecuencias son difíciles de prever.

Como los bancos, que luego de siglos de pagar a quien les confiaban su dinero, hoy comienzan a hacer al revés, aplicando “intereses negativos”: quien quiera depositar su dinero, tendrá que pagarle al banco para que lo reciba (en Alemania el 0,4% anual, en Suiza el 0,6).

 ¿Estamos yendo hacia una nueva economía, por la cual los autores tendrán que pagar para ser publicados, en lugar de cobrar?

 No hay, entre los escritores, foros o Think-Tanks, donde se analicen estas cuestiones, solo en Estados Unidos existe un poderoso Writers Guild of America, que se ocupa de los intereses del colectivo.

“Algunos escritores han asumido los principios del capitalismo tardío como los únicos principios de acción posibles y estos ya no solo gobiernan la promoción, la circulación y la venta de las obras literarias sino también su producción misma” (Patricio Pron, Letras Libres, 11 septiembre 2011)

 El mercado tiene efectos determinantes para el escritor, ya sea por querer estar dentro, como por no querer contaminarse, se termina imponiendo, le ocupa demasiado tiempo.  “¿estaré de verdad obligado a escribir?” apuntaba Rilke con el fin de oir la respuesta: “Sí, es necesario”. Entonces si se había hecho esta elección solo importaba aplicarse a esa decisión. Aunque no tenga el carácter obligatorio que defendía Rilke, si tiene el carácter perentorio.

 Creo que el escritor, cuando se preocupa demasiado por el mercado, pierde tiempo y se distrae de lo esencial: escribir buenas historias, y escribirlas bien.

 

10 comentarios en “Maldito mercado

  1. Guillermo,
    Lo que cambia con el autopublicado (entre los que me encuentro, y logro hacer funcionar con mediana satisfacción la rueda; aunque no en Amazon) es que no hay un tercero (el editor) que invierta su dinero en el libro. Es el autor mismo quien se decide a emprender, como cualquier otro emprendedor que podamos imaginar, si es que se lo toma con la seriedad suficiente. Eso implica invertir, correr riesgos, y también ganar un porcentaje significativamente mayor por cada libro vendido.
    A la vez se hace responsable de todo el proceso. Lo que no vale, creo yo, es andar quejándose. Se resuelve, se encuentran nuevos medios de llegar a los lectores, y listo.
    Te mando un saludo.

    Me gusta

  2. Muchas gracias por compartir tus reflexiones tan pertinentes, Guillermo.

    Que «la lealtad del lector es un valor sensible y volátil, se requiere décadas para conseguirla, pero se puede perder en menos de un año» resulta evidente en muchos casos de buenas editoriales que han perdido su identidad por gula de ganancias. Así echan por la borda el respeto de sus lectores y se quedan el pan y sin la torta, como quien dice.

    Me gusta

  3. Brillante Willie, qué bueno haberlo recibido. Me gustaría verte, en Barcelona o Buenos Aires. Abrazo grande. José

    Enviado desde mi iPhone

    Me gusta

Deja un comentario